miércoles, 27 de agosto de 2008

El actor como atleta del corazón

(Foto de Antonin Artaud. Archivo Laboratorio Libertad)


La metafísica actoral de Antonin Artaud
Jorge Prado Zavala
(Laboratorio de Teatro Libertad)


En las siguientes líneas te invito a compartir un poco del espíritu revolucionario con el que un actor francés, acusado de locura, transformó para siempre las formas de entender y de ejercer el arte teatral.

Antonin Artaud nació en Marsella en 1896. En 1920, después de haber pasado por un hospital psiquiátrico suizo, comienza a trabajar en París como actor de teatro con Jean Louis Barrault, Lugné-Poe, Jaques Copeau y Charles Dullin, y en películas como Napoleón de Abel Gance y La pasión de Juana de Arco de Carl Dreyer. De 1924 a 1927 se asocia y rompe con el surrealismo. En 1927 funda el Teatro Alfred Jarry. En 1932 publica su primer Manifiesto del Teatro de la Crueldad. En 1935 estrena Los Cenci. En 1936 visita México, donde dicta varias conferencias, luego vuelve a Francia, viaja a Irlanda y recorre varias clínicas psiquiátricas. En 1946 es dado de alta de Roder y vuelve a París, donde muere en 1948.


Puedo decir que he estado en contacto con la vida íntima del teatro, con sus penalidades, con sus tropiezos, con sus esperanzas, con sus dificultades, y también, alguna vez, con sus triunfos. (Mensajes revolucionarios, 45.)


Vale decir que este actor desarrolló su visión del teatro seguramente influido, al menos en parte, por los movimientos de vanguardia que hacían ebullición a principios del siglo XX: el dadá, el surrealismo, el expresionismo, el cubismo, etc.


Toda efigie verdadera tiene su sombra que la dobla; y el arte decae a partir del momento en que el escultor cree liberar una especie de sombra, cuya existencia destruirá su propio reposo. Al igual que toda escultura mágica expresada por jeroglíficos apropiados, el verdadero teatro tiene también sus sombras; y entre todos los lenguajes y todas las artes es el único cuyas sombras han roto sus propias limitaciones. Y desde el principio pudo decirse que esas sombras no toleraban ninguna limitación. (El teatro y su doble, 12.)


De ahí que su postura implica una propuesta necesariamente contracultural, como su idea de conceptualizar, al menos poéticamente, el teatro como peste.


Ante todo importa admitir que, al igual que la peste, el teatro es un delirio, y es contagioso. (El teatro y su doble, 28.) Como la peste, el teatro es una formidable invocación a los poderes que llevan al espíritu, por medio del ejemplo, a la fuente misma de sus conflictos. [… Pero] El teatro esencial se asemeja a la peste, no porque sea también contagioso sino porque, como ella, es la revelación, la manifestación, la exteriorización de un fondo de crueldad latente, y por él se localizan en un individuo o en un pueblo todas las posibilidades perversas del espíritu. […] Hay en él, como en la peste, una especie de sol extraño, una luz de intensidad anormal, donde parece que lo difícil, y aun lo imposible, se transforman de pronto en nuestro elemento normal. (El teatro y su doble, 32.)


Esta concepción encierra un motivo.


Una verdadera pieza de teatro perturba el reposo de los sentidos, libera el inconsciente reprimido, incita a una especie de rebelión virtual (que por otra parte sólo ejerce todo su efecto permaneciendo virtual) e impone a la comunidad una actitud heroica y difícil. (El teatro y su doble, 29 y 30.)


Este poder del arte teatral tiene su fuente en la vida real.


[El teatro…] Desata conflictos, libera fuerzas, desencadena posibilidades, y si esas posibilidades y esas fuerzas son oscuras no son la peste o el teatro los culpables, sino la vida. (El teatro y su doble, 33.)


Para Artaud el teatro es, pues, un catalizador del oscuro desequilibrio del subconsciente colectivo. Para recuperar el orden, plantea, hay que propiciar y enfrentar una crisis que se resuelva con la renovación o, si acaso, con la muerte misma.


El teatro, como la peste, es una crisis que se resuelve en la muerte o en la curación. Y la peste es un mal superior porque es una crisis total, que sólo termina con la muerte o con una purificación extrema. Asimismo el teatro es un mal, pues es el equilibrio supremo que no se alcanza sin destrucción. Invita al espíritu a un delirio que exalta sus energías; puede advertirse en fin que desde un punto de vista humano la acción del teatro, como la de la peste, es beneficiosa, pues al impulsar a los hombres a que se vean tal como son, hace caer la máscara, descubre la mentira, la debilidad, la bajeza, la hipocresía del mundo, sacude la inercia asfixiante de la materia que invade hasta los testimonios más claros de los sentidos; y revelando a las comunidades su oscuro poder, su fuerza oculta, las invita a tomar, frente al destino, una actitud heroica y superior, que nunca hubieran alcanzado de otra manera. (El teatro y su doble, 34.)


Es importante anotar, empero, que este discurso anarquista no se refiere tanto a una violencia objetiva, física, sino “virtual”, como Artaud mismo mencionaba arriba, es decir, metafórica. Se hace evidente que la visión artaudiana del teatro es traducible como una visión del teatro como poesía. Como tal, éste debe desarrollar su propio lenguaje, independiente de todas las otras prácticas comunicativas, incluso lingüísticas.


Afirmo que la escena es un lugar físico y concreto que exige ser ocupado y que se le permita hablar su propio lenguaje concreto. Afirmo que ese lenguaje concreto, destinado a los sentidos, e independientemente de la palabra, debe satisfacer todos los sentidos; que hay una poesía del lenguaje, y que ese lenguaje físico y concreto no es verdaderamente teatral sino en cuanto expresa pensamientos que escapan al dominio del lenguaje hablado. (El teatro y su doble, 40.)


Reiteradamente señalará:


El teatro, arte independiente y autónomo, ha de acentuar para revivir, o simplemente para vivir, todo aquello que lo diferencia del texto, de la palabra pura, de la literatura y de cualquier otro medio escrito y fijo. (El teatro y su doble, 120.)


El visionario actor y director intenta detallar las características autonómicas del lenguaje teatral:


Esa poesía, muy difícil y compleja, asume múltiples aspectos, especialmente aquéllos que corresponden a los medios de expresión utilizables en escena, como música, danza, plástica, pantomima, mímica, gesticulación, entonación, arquitectura, iluminación y decorado. (El teatro y su doble, 41.)


El rencuentro con la poesía teatral dependerá de que seamos capaces de invocar y reivindicar el espíritu de la anarquía.


El teatro contemporáneo está en decadencia porque ha perdido por un lado el sentimiento de lo serio, y, por otro, el de la risa. […] Porque ha roto con el espíritu de anarquía profunda que es raíz de toda poesía. (El teatro y su doble, 45.)


Y justifica su pensar.


La poesía es anárquica en tanto cuestiona todas las relaciones entre objeto y objeto y entre forma y significado. Es anárquica también en tanto su aparición obedece a un desorden que nos acerca más al caos. (El teatro y su doble, 46.)


Esta teatralidad poética se vuelve entonces la indagación de algo más allá de lo inmediatamente palpable, es decir, una búsqueda metafísica.


La verdadera poesía es metafísica, quiéraselo o no, y yo aun diría que su valor depende de su alcance metafísico, de su grado de eficacia metafísica. (El teatro y su doble, 47.)


Esta búsqueda nos llevaría al sentido profundo del arte teatral.


Todo, en esa manera poética y activa de considerar la expresión en escena, nos lleva a abandonar el significado humano, actual y psicológico del teatro, y reencontrar el significado religioso y místico que nuestro teatro ha perdido completamente. (El teatro y su doble, 50.)


Es claro que se ve en el fenómeno teatral la posibilidad de una comunión sagrada que, en su dimensión ritual, llevaría un mensaje para la evolución del mundo.


No soy de los que creen que la civilización debe cambiar para que cambie el teatro; entiendo por el contrario que el teatro, utilizado en el sentido más alto y más difícil posible, es bastante poderoso como para influir en el aspecto y formación de las cosas; y el encuentro en escena de dos manifestaciones apasionadas, de dos centros vivientes, de dos magnetismos nerviosos es algo tan completo, tan verdadero, hasta tan decisivo como el encuentro en la vida de dos epidermis en un estupro sin mañana. (El teatro y su doble, 88.)


El teatro sería entonces una comunión tan sagrada como necesaria por todo cuanto puede darnos para exorcizar nuestros fantasmas afectivos y psicológicos.


El teatro debe darnos todo cuanto pueda encontrarse en el amor, en el crimen, en la guerra o en la locura si quiere recobrar su necesidad. (El teatro y su doble, 96.)


El teatro de la peste se trata, por lo tanto, de una estética que secularice la anarquía, de una teatralidad que ritualice la escena mediante el caos.


Se trata, pues, para el teatro, de crear una metafísica de la palabra, del gesto, de la expresión para rescatarlo de su servidumbre a la psicología y a los intereses humanos. (El teatro y su doble, 102.)


Como profeta de su propia religión, Artaud reclama los holocaustos que hay que rendir al teatro. Éstos están asociados con una noción particular e insólita de la crueldad.


La creación y la vida misma sólo se definen por una especie de de rigor, y por lo tanto de crueldad fundamental, que lleva las cosas a su final ineluctable, a cualquier precio. (El teatro y su doble, 117.)


El diagnóstico que hace el artista del mundo en su tiempo es terrible, y no se aleja del juicio que podríamos hacer hoy mismo.


En la manifestación del mundo y metafísicamente hablando, el mal es la ley permanente, y el bien es un esfuerzo, y por ende una crueldad que se suma a la otra. (El teatro y su doble, 118.)


La crueldad evidente del mundo real tiene una traducción a términos artísticos que es, afortunadamente, benigna.


Lo advierta o no, consciente o inconscientemente, lo que el público busca fundamentalmente en el amor, el crimen, las drogas, la insurrección, la guerra, es el estado poético, un estado trascendente de vida. El Teatro de la Crueldad ha sido creado para devolver al teatro una concepción de la vida apasionada y convulsiva; y en ese sentido de violento rigor, de extrema condensación de los elementos escénicos, ha de entenderse la crueldad de ese teatro. (El teatro y su doble, 139.)


La crueldad como camino de trascendencia puede entenderse entonces como un rigor artístico, fundamentado en la extrema condensación de los elementos escénicos. Sin embargo, esta teatralidad metafísica aún necesita de un oficiante: el actor. Veamos ahora cómo describe Artaud a su ejecutante escénico ideal, a quien concebía como un atleta afectivo


El actor es como el atleta físico, pero con una sorprendente diferencia: su organismo afectivo es análogo, paralelo al organismo del atleta, su doble en verdad, aunque no actúe en el mismo plano. El actor es un atleta del corazón. (El teatro y su doble, 147.)


Es a través del actor, en su andar acrobático dentro de sí mismo y por el espacio escénico, como el teatro finalmente retorna a la vida. La relación del actor con el espacio teatral no es banal para nuestro autor.


El teatro es un arte del espacio, que presionando sobre los cuatro puntos espaciales logra tocar la vida. En el espacio usual del teatro, las cosas encuentran sus figuras, y bajo las figuras, el latir de la vida. (Mensajes revolucionarios, 38.)


El revolucionario artista francés pasa entonces de la metafísica teatral a la fisiología del cuerpo del actor.


Todos los recursos de la lucha, del boxeo, de los cien metros, del salto en alto, encuentran bases orgánicamente análogas en el movimiento de las pasiones, tienen los mismos puntos físicos de sustentación. Con esta corrección adicional, sin embargo: de que aquí el movimiento es inverso; en la respiración por ejemplo, el cuerpo del actor se apoya en la respiración, mientras que en el luchador, en el atleta físico, la respiración se apoya en el cuerpo. (El teatro y su doble, 147 y 148.)


Observar una relación directa entre la respiración y la creación voluntaria de emociones reales en el escenario le da a Artaud una clave esencial, presentada como una propiedad material del organismo, para el ejercicio actoral.


La creencia en una materialidad fluida del alma es indispensable para el oficio de actor. Saber que una pasión es material, que está sujeta a las fluctuaciones plásticas de la materia, otorga un imperio sobre las pasiones que amplía nuestra soberanía. (El teatro y su doble, 149.)


La preocupación por el conocimiento como una forma de poder o, en sus palabras, el saber como soberanía, obedece a un interés profundo por la cultura y su cultivo en el hombre.


Se puede ser instruido sin ser realmente cultivado. La instrucción es una vestidura. La palabra instrucción indica que uno se ha revestido de conocimientos. Es un barniz cuya presencia no implica necesariamente el haber asimilado esos conocimientos. La palabra cultura en cambio, indica que la tierra, el humus profundo del hombre, ha sido roturada. […..] y no se puede arrancar a la palabra cultura su sentido profundo, su sentido de modificación integral y aun podría decirse que mágica, ya no del hombre, porque el hombre verdaderamente cultivado lleva su espíritu en el cuerpo y obra sobre el cuerpo por la cultura, lo cual equivale a repetir que obra al mismo tiempo sobre el espíritu. (Mensajes revolucionarios, 66 y 67.)


Desde luego, esta exigencia se hace especialmente necesaria en el actor, pues sería él el medio más importante del teatro para aterrizar el gran proyecto de Antonin Artaud: una revolución de la conciencia.


Junto con la revolución social y económica indispensable, esperamos todos una revolución de la conciencia que nos permitirá curar la vida. (Mensajes revolucionarios, 110.)


Tal vez todos deberíamos de ser revolucionarios o, cuando menos, cada quien en su propio escenario vital, mejores actores. Tal es la convocatoria de este actor.


Bibliografía

ARTAUD, Antonin. 1987 (1938.) El teatro y su doble. México: Hermes / Sudamericana.

___. 2006 (1936.) Mensajes revolucionarios (Selección de textos periodísticos aparecidos en México en 1936.) México: Letras Vivas.



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